Nací
en la madrugada cálida del veinticinco de octubre del año mil novecientos
noventa y uno, alejada de mi familia y la tierra que me vio crecer, pero ahora
que lo pienso, esa situación no importaba porque lo más importante lo tuve en
ese instante, un acogedor abrazo de mi ángel protector.
Mi ángel protector es mi mamá, ¿su nombre? Evangelina,
quien fue la persona que con su abrazo me dio la bienvenida a este mundo. Ella
soltó un llanto de alegría al estrecharme entre sus brazos, dice que me aferré
a ella tal como la hace un gato en las alturas. Me ha contado que siempre
esperó ansiosa el momento en que yo llegara a este mundo y nuestros ojos se
cruzaran en un instante mágico, para que ella pudiera decirme lo que no me pudo
decir en nueve largos meses. Un instante en el que nuestras miradas dijeran lo
que nuestro corazón sentía.
Yo no lo recuerdo, pero siempre me he supuesto esa imagen
con olores y sabores; me imagino que cuando sentí su dócil abrazo, yo percibía el
olor a esencia de rosas que emanaba de su piel, y que escuchaba su corazón
latir al ritmo de las palabras te amo, te amo. Será que pienso así porque hoy
en día, cuando me estrecha, percibo así ese momento y me remoto a mis primeros
segundos de vida.
Desde antes de que me posara dentro del vientre de mi madre
me habían destinado por nombre María Isabel, porque así se llamaba mi abuelita
materna, que en paz descanse. Abuelita que recuerdo con mucho dolor porque en
una ocasión, cuando yo tenía alrededor de tres años, ella me iba cargando en su
espalda con su reboso preferido y nos caímos en el piso de pavimento, en plena
calle y a la luz del día, todo por su falta de atención al caminar. Recuerdo que
desde ese día, mi mamá le prohibió cargarme en sus espaldas.
Mis recuerdos de la niñez son muy vagos pero trataré de
recordar hasta mis más ajenos sentimientos. No recuerdo el momento en que d
i mis primeros pasos pero sé, porque así me lo han dicho mis
padres, que caminé a los once meses. Pienso que este momento es muy importante
en mi vida y en la vida de todos. Para mí empezar a caminar es el inicio de
desarrollarte como ser humano independiente; claro que de ser un bebé que
apenas da pasitos a una persona independiente hay mucha distancia, pero por
algo se empieza ¿qué no?
Un momento de mi niñez que sí recuerdo con mucha frecuencia
y que hasta en mis sueños aparece, es una noche de luna llena, que estando en
el patio de mi casa mis papás y yo, le pedí amablemente a mi papá, que me
abrazara porque quería alcanzar la luna y me sentía muy pequeña para poder
hacerlo. Total que cuando me abrazó, yo
hacía hasta lo imposible por alcanzar ese astro tan brillante que llamó mucho
mi atención, y con mucha razón, porque yo nací en el mes de octubre, mes en el
que dicen, la luna es la más hermosa.
A la edad de tres años mi mamá me inscribió al jardín
de niños aquí en Nealtican, pero cuál
sería la sorpresa para ella, pues hice el peor berrinche de mi vida. Pensé que
me abandonaría por siempre y que había encontrado la mejor forma para
deshacerse de mí, porque un día antes ella se había enojado conmigo. Cuando fue
a dejarme al jardín de niños y la vi alejarse; un remolino de emociones
recorrió mi cuerpo y las imágenes en mi mente empezaron a desfilar; primero sentí
un gran viento de libertad que me permitiría jugar con todos los juegos, niños
y niñas que existían en ese lugar. Y por supuesto, de no habría alguien que me
dijera “no hagas eso” o “te vas a caer”. Me encontré por un instante muy feliz.
Pero después de haber pasado ese estado de lucidez, pronto me imaginé las cosas
más espeluznantes que hubiera en el mundo, como que la maestra se comía a los
niños cuando la hacían enojar, porque me lo había contado mi primo; después de
unas horas de estar en el kínder, me dio la impresión de que el tiempo ya era
eterno y empecé a pensar que probablemente mi mamá ya no regresaría por mí.
Tanto fue mi miedo y desesperación que decidí a escaparme a como diera lugar.
Entonces tramé mi plan de escape. Pensé: le pido permiso a
la maestra para ir al baño y después busco la salida más cercana mientras los
niños estuvieran cantando; fue un buen plan, porque nadie se dio cuenta de que
me trataba de fugar del ahí. Seguí mi plan al pie de la letra, empecé a
desesperarme al no encontrar una salida, más que la puerta principal y como no
había de otra, me aventuré a escalar la puerta principal, que tenía una reja
con hoyitos en donde mis pies cabían perfectamente. Ya iba como la mitad de la
reja, como de un metro y medio de altura, cuando de pronto vi que la profesora
de mi salón empezó a correr hacia la reja. Mi corazón empezó a palpitar
aceleradamente y mis nervios estaban al tope, mis manos empezaron a sudar y
pensé que ese instante era mi única oportunidad de salir y reencontrarme con mi
mamá; me aferré tanto a la idea de poder escapar, que cuando la profesora me
tomó de la cintura para poder bajarme, no podía despegarme de la reja, pues era
mi instinto que me decía: no te sueltes porque te espera un castigo. Cuando la
profesora logró despegarme de la reja, yo pataleaba y pataleaba. Después de un
rato de forcejeos y patadas la maestra me consoló cuando me dijo que pronto
vendría mi mamá, que ya casi era la hora de salir. Me dijo que esperara dentro
del salón y qué me llamaría cuando vinieran por mí. El tiempo de espera se me
hizo eterno, pero cuando al fin llegó mi mamá, me colgué de ella como si fuera
un chango; obviamente la profesora le contó lo sucedido a mi mamá, y le sugirió
que lo mejor sería que me inscribiera el próximo ciclo escolar. Y mi mamá hizo
caso al consejo de la profesora. ¡Mi plan había funcionado!
Durante la primaria fui una niña en general muy estudiosa y
tuve logros importantes, aunque no me explico cómo tuve mérito académico como
mejor alumna de la generación, si en primero y segundo año de primaria casi
repruebo porque era muy despistada y perezosa.
Cuando el viento juguetea con las hojas del pirú, logro percibir
el aroma que me hace recordar mi
pubertad durante la secundaría. La
secundaria, fue la época de mi vida que más me ha marcado. Durante ese periodo,
aprendí muchas cosas; aprendí a valorar lo que realmente es importante en la
vida, a conocer el verdadero valor de la amistad y a desenvolverme frente a un
público, porque me enseñaron a vencer mi timidez. Yo estudié en un internado
para señoritas y no porque fuera toda un fichita si no porque fue mi decisión;
quise sentir qué era convivir con personas diferentes a mi familia. Pensaba que
era una experiencia única y que obviamente sería muy divertido. En realidad no
tenía ni idea de lo que me esperaba, pero no me quejo, me fue muy bien. Tuve
las mejores amigas, sinceras y extrovertidas, cariñosas, sabias, alivianadas y
una que otra muy despistada. Conviví con ellas tres años de mi vida y llegaron
a ser como mis hermanas. Nunca olvidaré las tardes de melancolía, que de vez en
cuando nos invadían a mis amigas y a mí, o las escalofriantes noches lluviosas
y con truenos, donde lo mejor que podías hacer era contar e inventar historias
de terror aunque después ya no quisieras moverte de tu lugar, por el temor de
encontrarte con un ente maligno.
Desde aquel entonces, me gusta invertir mi tiempo en cosas
que llaman mi atención, y claro, que me hacen mejorar como persona; por tal
motivo me inscribía a cursos, de los cuales en varios de ellos fui alumna
ejemplar y eso me llevó a representar a la escuela en algunos de ellos. Me
sentía de lo más orgullosa al obtener algún lugar privilegiado. Siempre me han
gustado los retos, y si hay una palabra que me describa mejor, es la de
perseverancia. Siempre la he usado y puesto en práctica para lograr mis metas y
sentirme satisfecha.
Ahora, a mis veintiún incipientes años, estoy viviendo un
cambio muy drástico en mi vida: por fin sé que significa independizarte de tus
padres. A veces es bueno, pero en otras ocasiones dan ganas de salir corriendo,
querer ser niño siempre y regresar al cómodo vientre de tu madre.
La vida sigue y
espera de mí lo mejor. No quiero defraudar a mi propia existencia, por eso
todos los días me despierto con el mejor entusiasmo para vivir y le doy gracias
a Dios porque me ha permitido ser partícipe de un día más de su presencia.
María Isabel Santamaría Castillo,
Biblioteca Pública Municipal #3165 Aurelio Romero Grande, Nealtican, Puebla