Como
duende pequeño, sus ropas grandes y sucias, su gorra de lado; Kaliman, así le
llaman sus vecinos y amigos, sale día a día a bolear zapatos por la ciudad. Su
hogar, un viejo vagón al que arregla con esmero, colgando en las afueras
plantas variadas y multicolores; una silla vieja donde suele descansar por las
tardes, cobijado por una sombrilla hecha de lonas desgastadas.
El atardecer lo disfruta dándole de
comer a sus conejos, que conserva resguardados en una jaula; su música, el
aleteo de los pájaros, el canto del viento y su televisor, las nubes que lo
dejan llevar felizmente. Su vagón acondicionado a sus necesidades, con una cama
de tablas apoyadas en unos blocks; su colchón, unos avíos viejos que le regalo
su amigo Juan, que es dueño de una jarcieria; sus cobijas de retazos de tela
que él unió cosiendo a mano, su parrilla de dos hornillas y un tanque de gas
pequeño. Por las noches se alumbra con velas, la comida siempre se la regalan
donde anda boleando. Quién diría que un simple bolero fuera de gustos tan
exquisitos: sabe leer y le agrada la buena música, muy devoto de su fe y muy
amigo de Doña Jovita, mujer mayor con la cual es muy servicial; le ayuda a
regar las plantas, barrer la calle, ir al mercado por las canastas, incluso
come con ella. En su caminar diario, los chicos lo torean escondiendo su cajón
de bolear, para que juegue con ellos futbol en la calle
dejándolo sin su herramienta de trabajo, pasándose ratos increíbles.
Cierto día, como es costumbre después
de hacer sus labores en casa, sale, pero no iba contento; había pasado una
noche inquieta. Transcurrió su día sin tropiezo alguno; ya pasada la tarde,
estando a punto de llegar a casa, escucha un ruido espantoso y corre tirándose
al suelo de rodillas, agarrándose la cabeza fuertemente, sintiendo un dolor
espantoso al ver un tren que yace descarrilado a un lado de los rieles.
Acostado sobre la hierba, en medio de un silencio absoluto en el campo, ningún
pasajero ha reaccionado aún; nada se mueve, sólo un conejo mordisquea unos
renuevos de alfalfa a unos centímetros del furgón de lujo.
Ana Rosa Ortíz
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