martes, 12 de marzo de 2013

Las aventuras Orozco en el Imperial Dorado


Ésta es una historia corta, con un final que parece que apenas comienza. Sucedió el dos de febrero de mil novecientos ochenta y dos; no me crean del todo, esto no es extraído de fuentes oficiales. Yo era el pasajero numero veintiséis y vi como ocurrió el descarrilamiento del Imperial Dorado.
Todos querían subir al tren lo más aprisa que sus pies pudieran andar, Margarita volvió a pensar que esta era la primera vez que se subía al gran Imperial Dorado, con justa razón había recibido su nombre. Con diez enormes vagones espléndidamente acondicionados con recámaras, comedores, una fina cantina con salas de juego, tres vagones de carga y el furgón principal del chofer el Capitán Rafael Alarcón un hombre que si le ponían mas estrellas doradas a su casaca roja oscura, tendrían que quitarle los botones.
Cuando Margarita lo vio por vez primera, sonrió para sus adentros y pensó que así debería lucir el famoso papá Noel, que sus primos de Phoenix le habían relatado. Ese anciano generoso con barba blanca y rechoncho, que cada víspera de Navidad entregaba regalos. Ella ya había escuchado ese relato, incluso sus padres sin éxito alguno trataron de inculcarle el agrado por esa tradición, a la que ella no mostró ningún interés.
Aunque el tren tenía una enorme capacidad para albergar a ciento cincuenta pasajeros, únicamente viajaban veinticinco personas, entre ellas la familia de Margarita, compuesta por su madre Margaret Williams, una elegante señora con esa típica belleza anglosajona, criada en una vieja zona residencial de Phoenix. Su hermano menor Sebastián, un pillo de cuatro años y su amoroso padre Andrés Orozco, dueño de los  magnos cafetales de Nicaragua, con una creciente carrera política.
Margarita siempre se sintió de ninguna parte. Continuamente viajaban ella y su familia, por toda la esfera terrestre. Pasó los primeros tres años de su vida en la hacienda de su padre, recordaba poco lo que era estar en un hogar, lo único que no olvidó fue el deliciosamente seductor olor del café.
Cuando su padre se convirtió en embajador, ya no tuvo tiempo de echar raíces en alguna tierra fértil, tierra que pisaban, tierra que abandonaban al poco tiempo. Jamás estaban más de dos meses en un sitio, conocía tantos lugares y no recordaba claramente ninguno. Soñaba que posiblemente alguna vez podría vivir en algún sitio donde lograra germinar una amistad o una semilla de identidad.
Casi toda la familia sentía una ligera nostalgia por ser extranjeros. Su padre en secreto extrañaba tanto sus cafetales, era un hombre que amaba la libertad y a veces sentía que su trabajo la cuarteaba. Su madre parecía tensa, sus comentarios bien intencionados, no siempre entonaban en las fiestas diplomáticas de su marido. El único feliz de la vida que llevaban era Sebastián; quien se creía un gitano venturoso.
Los pasajeros eran igualmente políticos, a bordo hicieron los típicos juegos de cortesía, esas etiquetas falsas que tanto molestaban a Margarita. Cuatro familias más se encontraban. La Ministra de educación, Catalina Sáenz, su madre, padre y hermano. El legislador Pedro Mesa, esposa y su adolescente hijo. El diplomático Raúl Giménez, su esposa y cuatro hijos y el escritor Sergio Clemente, acompañado de su estrambótica novia, Sarita Coruña, una modelo despampanante amante de la rumba cubana y moda francesa, que no era bien vista por toda la politiquería y altas esferas sociales, por sus orígenes humildes y desinhibiciones al actuar.
Margarita, recorrió todo el lugar con la mirada y dio un soplido de aire; sin duda este sería un largo viaje. Los motores echaron a vapor y el monstruoso transporte comenzó a rodar.
Si algo molestaba a Sebastián eran las mujeres que pellizcaban cachetes como muestra de afecto. A sus cuatro años, aprendió a defenderse de aquellos ingratos personajes que iban regalando cariños salvajes que él no pidió recibir. Era un niño que se sabía extremadamente privilegiado por su posición como hermano menor y de la vida que llevaba, sin entender cómo su hermana, no podía participar en tal destino de suerte.
Margaret vigilaba muy de cerca al travieso Sebastián; tomó un sorbo de té, mientras se apretaba las sienes; con la punta de los dedos.
 ─ ¡Increíble! ahora me dará jaqueca─ pensó.
Era una mujer realmente hermosa y preparada, con una carrera prometedora en  ballet clásico que abandonó, cuando se casó con Andrés. Jamás se arrepintió de su familia, mas sí coqueteaba con la idea de establecerse en un hogar y enseñar ballet. Trataba, sin éxito, de persuadir a su hija para que siguiera sus pasos. Margaret vio por los ventanales como el tren dejaba de vista la ciudad y se  introducía al hermoso paisaje natural y no pudo evitar imaginarse bailando en las campiñas de Phoenix, como cuando era pequeña.
El marchar del tren se volvió una constante tranquila, eso es lo que cavilaba Andrés. Estudió Fisica en la facultad de ciencias exactas de Oxford, por petición de su padre, donde conoció a Margaret. Se casó con ella no sólo porque le pareció la mujer más bella que conocía, de igual manera se enamoró de su carisma e inteligencia. Regresó a los cafetales porque era lo que realmente le gustaba hacer. Trabar buenas conversaciones con los trabajadores, administrar la hacienda y estar con su familia.
Cuando incursionó en la política, lo hizo más como un obsequio a sus padres, quienes tenían una gran trayectoria en las andanzas de gobierno, y rápidamente emergió como embajador.
La palabra embajador se cruzó en su diálogo mental y Teresa, una de las tres mujeres que trabajaban en el comedor, le habló, para decirle que su esposa lo buscaba. Llegó sin hacer ruido, vio a Margaret y sus hijos instalándose en la habitación que estaba decorada con pulcras cortinas de algodón; sintió un poco de pena por ellos, quería brindarles una vida menos agitada. Le preocupaba demás Margarita, quien sin duda era la que menos gozaba esa vida. De una forma secreta admiraba a su hija, pues siempre mostró un carácter propio para decir las cosas con una risible honestidad.
Espere, no crea el lector que esta es la historia de una familia desdichada, nada de eso. Llanamente, al igual que muchos humanos, a veces creían que debían hacer cosas por compromiso, a excepción de Sebastián, que sí aprovechaba su cómoda situación. Tengamos paciencia y veámos en qué acaba esto. Los Orozco se amaban y desde un ángulo se podría ver el contraste entre lo que querían hacer y lo que realmente hacían. No contaban con que el Imperial Dorado, tenía algo de magia en sus ruedas.
El gran Dorado haría una larga travesía saliendo del Sur de México, hasta su destino, Nicaragua. Debemos recordar que era el tren más “moderno” de su tiempo, así que esto le llevaría tres largas semanas. La primera semana no pasó nada realmente emocionante, los pasajeros cumplían con las reglas de cortesía asignadas; era como ver a pequeños pingüinos interactuando, muy gracioso el asunto.
La segunda semana, las cosas comenzaron a ponerse interesantes. Margarita para ese entonces, ya detestaba con unas fuerzas chifladas a Joaquín, el hijo de Don Pedro, quien era un muchachillo nada feo, con ciertos aires de presunción que se había enamorado de Margarita y poseía el tino de mostrarle su atracción molestándola. Sebastián al fin encontró  quien le siguiera el ritmo, Jorge y José, los  hijos gemelos del diplomático Raúl.
Margaret  halló una amistad sincera con Sarita, pues su afinidad por el baile y la cualidad de no encajar, las convirtió en grandes amigas. Andrés se dio cuenta de que era un excelente jugador de naipes y sutilmente podía aplicar ese talento, para mencionar su reforma de comercio justo, que beneficiaría tanto a los pequeños agricultores como a los grandes comerciantes.
A mitad de la tercera semana, las cosas sí que estaban agarrando otra vez un paso aburridón, pero ese tren tenía entre sus propósitos no solamente hacerlos pasar un buen viaje. La madrugada del miércoles, cuando todos dormían plácidamente en sus lechos, un fuerte rugido  hizo temblar las vías de alguna comunidad boscosa de Sudamérica y el tren despertó a todos; decidió que era hora de que él durmiera, muy gustoso, se tiró de lado y se echó a dormir.
El dormilón ferrocarril imaginaba al creativo Sergio escribir:
Un tren yace descarrilado a un lado de los rieles. Acostado sobre la hierba en medio de un silencio absoluto en el campo. Ningún pasajero ha reaccionado aún, nada se mueve, sólo un conejo mordisquea unos renuevos de alfalfa, a unos centímetros del furgón de lujo.
Se descarriló con tanta gracia que no lastimó ni al ciempiés que estaba debajo de las vías, sus intenciones eran buenas; aunque se pensara lo contrario. Todos los pasajeros despertaron por la abrumadora impropiedad del Imperial Dorado. Comenzaron los gritos de los niños, seguidos de las mujeres y uno que otro hombre. Margarita era la única que permanecía, hasta cierto punto, en un estado de calma, una calma extraña dadas las circunstancias.
Su padre se precipitó a reunir a toda la familia y a sacarlos fuera del tren. Todas las familias se apiñaron en medio de la abrazadora y fría madrugada del campo. Al amanecer hicieron recuento de los daños y afortunadamente, sólo se rompió una que otra taza de porcelana, de la lujosa y bien equipada cocina.
Un temor recorrió las mentes del capitán Rafael y su ayudante Fernando Santos, en medio de la nada y con los pocos abastecimientos alimenticios que estaban por agotarse, no durarían ni una semana. Cuál fue su sorpresa que al abrir la bodega, había alimentos para mantener un ejército completo, por varios meses. El pícaro ferrocarril, tenía unos cuantos trucos bajo sus motores, y no todos iban hacer encantadores.
En medio de la espesa vegetación, no les quedaba más que esperar; sin duda esta iba a ser una larga estancia.
Continuara… 


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