Se
perdió el tranvía de las cuatro y decidió reposar en el parque. No le sorprendió
tanto ver las gotas de rocío en las hojas, cayendo suave. Con la temerosa
valentía propia de su personalidad atípica, cogió con entristecida felicidad una gota saboreándola agridulce. La aburrida alegría que transita su
corazón, no le permitió conmoverse: la soledad resalta más. Ni siquiera le
preocupó ocultarla. La luz oscura redirigía su atmosfera a la sombra clara del
mástil a su lado. Recordaba el negro claro de aquellos ojos odiosamente
amorosos y monstruosamente bellos. Con pesada levedad suspiró y se rió
sarcásticamente por la afortunada desgracia o por la alegre desdicha; como lo
diría su gran amigo el poeta neoyorkino. El estridente silencio, hizo ruido en
su pensamiento y vagó por los rincones de la nostalgia: la verdadera mentira
era que había olvidado a esa persona… ¿negación? Sabía que su honesta falsedad, no rendiría frutos, se puede
engañar a todos, pero no a uno mismo. La paciente inquietud
de sus dedos, interrumpió sus pensamientos incesantes. Con irrisoria seriedad
siguió su actividad degustando gotas de agua. Rara diversión, pensarán; pero
con un poco de inteligente estupidez, uno le encuentra gusto al oficio de
saborear rocíos. ¡Oh, gloriosa locura¡, ! Demente sensatez, que permite romper
los grilletes de la “cordura”, ¿Quiénes serán los locos, los que son todo menos
ellos mismos, o el que es él mismo sin agradar a todos? En ese segundo eterno y
con frágil fortaleza, se respondió: ¡qué importa! Todos estamos un poco locos. Sabía que la locura que amaba no era
la de la enfermedad, sino la que permitía liberar el alma de tantos “no”,
“tienes” y “debes”. Sentía una sincera
compasión por aquellos seres que enferman y contagian con ese agobio al alma. Por
ello la locura a la que se inclina era liberadora de la gracia, de la verdadera
intimidad. Bienvenida seas amiga enloquecida, hay una cerradura abierta, pasa,
siéntate. Qué compleja simplicidad,
murmuró a las hojas verduscas, las hojas
quietas no respondieron ¿Por qué deberían hacerlo? Para ellas todo es sencillo,
no están imbuidas en el mundo de los chiflados humanos. Conocen poco de sus costumbres
e ideas y así es mejor, para resguardar el equilibrio. Su soledad acompañada se
siente por aquellas delgaduchas hojas. Estiró los brazos, las manos hasta
llegar a la última articulación del dedo meñique. Prosiguió su caminar, está
inoportunidad venturada le ofreció un nuevo comienzo. Regaló una mirada de
agradecimiento a ese mudo hablante de ramilletes de hojas verdes, sabias
sigilosas. Prosiguió su andar, acompañándose de esa maniática lógica suya.
¡Qué exitoso fracaso logró este soliloquio!
Claudia
Ramirez Martínez
Tehuacán
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