Isabel camina por el parque y recuerda,
cuando todos los días salía a barrer la
acera de su casa, con su ropa suelta, haciendo sus labores con una sonrisa
dibujada en el rostro juvenil. La gente que
pasaba por ahí la saludaban amablemente, también algunos vecinos o
vecinas que a temprana hora se dirigían a sus trabajos. En cierta ocasión
recibió un saludo y una sonrisa muy diferente a las ya conocidas; era Saúl,
joven ingeniero que supervisaba unos proyectos para una empresa de la ciudad.
Cuando vio a Isabel, con su pelo recogido, sintió interés en ella. Desde ese día
calculando la hora en que la había visto, pasaba por ahí para saludarla y
recibir de ella esa sonrisa cálida y dulce que transformaban sus mañanas. La
atracción era mutua. Isabel se emocionaba cuando lo veía pasar y sobretodo
cuando lo escuchaba decir: Buenos días señorita. Muchas veces llegó a pensar si
al saber que era casada recibiría ese mismo saludo que le brindaba.
Después de un día de rutina,
iluminada por el saludo que recibía de Saúl, atendía Isabel por la tarde a su
esposo Ismael, quien llegaba de su trabajo, en ocasiones cansado, buscando sólo
la tranquilidad del hogar que su esposa le ofrecía. Era un matrimonio joven. Por
las noches Ismael buscaba a su bella esposa, acariciándola, besándola, tal vez
por su cansancio no le brindaba una pasión que la estremeciera, llegando muchas
veces a terminar, sin preocuparse por ella, quedando profundamente dormido
cerca de su regazo. Isabel lo amaba,
pero no comprendía por qué sus
relaciones eran cada vez más frías. Su matrimonio había caído en la monotonía.
El joven Ingeniero se atrevió un
día a detener su camioneta y decirle el anhelo que tenía por saber qué había
detrás de esas ropas sueltas. Pregunta que ruborizó a Isabel.
Ante tal atrevimiento, y los
breves encuentros, su imagen la acompañaba todo el día, quedando inquieta desde
entonces. Parecía que la vida le hubiese cambiado en un minuto, deseando que
llegara el siguiente día para verlo nuevamente.
La
oportunidad para Saúl se presentó cuando se encontró con ella en la tienda de
autoservicio. Mientras Isabel compraba, él le preguntó si era casada, a lo que
ella respondió que sí creyendo que esto lo alejaría. Pero su interés pareció
aumentar; Él no tenía hijos. No era casado, sólo terminaría un proyecto en dos
meses y se iría de esa ciudad, y casi rogándole le pidió de favor aceptara una
cita para salir con él. Con la esperanza de que Isabel le hablara le dejó su
tarjeta. Nerviosa la guardó en su bolso, tratando de sonreír para no levantar
alguna murmuración entre la gente.
Saúl había inquietado su
corazón y su cuerpo. Cada vez que lo veía, sentía un cosquilleo inexplicable,
un palpitar y una respiración agitada, nerviosa pasaba el día sin dejar de
pensar en él ni un minuto. Varias veces había tomado la tarjeta para hablarle y
aceptar su invitación de salir, pero tenía miedo de lastimar a su esposo, de las
murmuraciones de la gente y tal vez de ella misma.
Ismael
tuvo un congreso fuera de la ciudad e Isabel le ayudó a preparar sus maletas. Sería
una semana la que estaría fuera de casa. Cuando lo vio partir desde la ventana,
lo despidió sonriéndole, vio cómo su marido se alejaba en su coche. Miraba su bolso, sabía que dentro estaba la
tarjeta de Saúl, al mediodía nerviosa, tomó el auricular y lo llamó, para salir
con él.
Pasó
por ella en un parque cercano, la luna llena que iluminaba el firmamento. La
llevó a orillas de la ciudad donde tenía alquilada una cabaña acogedora. Él le
preparó una cena con buen vino; el calor de la chimenea era propicio, se escuchaba música suave. La tomó de la mano
y la llevó con cadencia según la melodía. Cuando estaba bailando le murmuró al
oído palabras dulces y apasionadas, deslizando sus manos como si fuese seda
sobre su cuerpo. Sintiendo emociones desconocidas, un calor intenso cubrió su
cuerpo, hasta hacerla estremecer, besó suavemente el cuello de Saúl, haciendo
que naciera mutuamente una pasión incontrolable.
La
recostó sobre la alfombra. Ambos sentían el calor de la chimenea, que parecía fundirse
con el de ellos, empezó a desnudarla poco a poco hasta descubrir ese hermoso
cuerpo que cubrían la ropa holgada y suelta con las que salía por la mañana.
Isabel era un volcán, le entregó sus caricias tanto tiempo reprimidas y
desconocidas, Saúl recorrió su cuerpo con los labios encontrándose con otros
labios más húmedos, ella correspondió a esa caricia, besando también su cuerpo
hasta hacerlo gemir, experimentando al mismo tiempo el Karma que sólo los
amantes auténticos saben vivir.
La noche continuó y pareció ser
corta para ellos. El amanecer se presentó como un emisario que anunciaba una partida
no deseada, no quería que se fuera. Le dijo emocionado lo que sentía por ella y
su deseo de continuar viéndola. Para él Isabel es la mujer ideal y perfecta, lo
escuchaba hablar con un nuevo brillo en sus ojos, aceptando que del mismo modo
era feliz.
Antes de volver a dejarla en el parque, le
entregó la llave de su departamento donde vivía, diciéndole que siempre
esperaría por ella.
Isabel tomó la llave, le sonrió y la guardó
en su bolso, esperando algún día encontrarse nuevamente con él.
Su esposo había llegado a casa,
cansado. Ella le preparó un buen baño para que descansara, miró a su esposo y
pensó en Saúl, lo extrañaba. Cuánto deseaba estar nuevamente en sus brazos. Guardaba
con sigilo en un pequeño alhajero la llave que le diera Saúl. Al día siguiente
Ismael se dirigió a su trabajo. Isabel había vuelto a su vida rutinaria,
tranquila, sin pasión. Extrañaba a Saúl, estaba inquieta, todos los días veía
la llave, Saúl se había marchado. Sabía que con esa llave podía llegar al
departamento, hablarle y esperarlo. Muchas veces había estado tentada de ir a
buscarlo. Los días transcurrieron pronto, Isabel ya no era la misma, tenía que
tomar una decisión., Un día por la tarde, caminando por ese parque donde se
encontrara son Saúl, bajo una lluvia tenue, cabizbaja caminaba, miró la llave que
llevaba en su mano y se detuvo titubeante… En una alcantarilla cerca del parque
la dejó caer.
Autor:
Ana Rosa Ortiz
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