Hoy, platicando con una amiga de
la familia, retomamos el pasado, entonces recordé los días en que íbamos a casa
de la abuela.
Una casa grande,
como las haciendas antiguas, con pasillos largos, barandales y muchas flores.
Un piso bajo, donde estaba
un anafre y un pozo. En el anafre se hacía el mole de Todos Santos, los dulces
y curtidos que se comen en esos días. En el patio había un gran palo, donde se
amarraba el guajolote para matarlo y desangrarlo; a mi padre le tocaba hacerlo,
y la sangre la guisaba la abuela para almorzar.
Nos juntábamos la
mayoría de los nietos y mi madre nos designaba nuestras labores. A mí me
tocaban los dulces, y ayudar a batir la masa de los tamales, realmente era
pesado ya que había mucho quehacer.
La abuela ponía un
altar grande para colocar la ofrenda, con flores de xempazóchitl, a mí me
gustaba cuando ponía los trastes chiquitos para los niños.
Les ponía
chocolates, dulces y juguetes. Ella había perdido un hijo cuando tenía apenas
nueve años de edad, se llamaba Rafael y le ponía lo que le gustaba, decía que
venían a comer y a jugar. Cuando mi abuelita terminaba de poner el altar de los
chiquitos, nosotros esperábamos el descuido de ella, para robarnos los dulces,
antes de que llegaran los niños.
Así al segundo día se ponía la
ofrenda de los grandes, se colocaba el mole, pascal, pan de levadura hecho en casa, los dulces
de nuez, camote, arroz con leche, y sus respectivas veladoras. El terminar el
medio día de los Fieles Difuntos, se repartía todo entre la familia.
Después de la fiesta
también había que recoger todo. A mí me cansaba lavar trastes, ya que en ese
tiempo se lavaban en el lavadero, con dos tinas de agua, una con la lejía y
otra para enjuagar. Aparte, la ceniza, que era para las cucharas que se utilizaban
para comer, en ese entonces éstas se tenían que lavar con ceniza y secarlas
luego para que quedaran brillosas.
La cuchara del mole
que era grande, tenía que ser bien cepillada con escobeta. El cazo de los
dulces con limón para que también quedaran brillosos.
Se
recogía todo poco a poco, hasta que estuviera cada cosa en su lugar. Cuando
terminábamos estabamos cansados, y empachados los más pequeños por comer masa
cruda.
Entonces,
la abuela se sentaba en su mecedora, en la que siempre descansaba y se ponía a
tejer, mientras tejía, nos contaba el por qué de las ofrendas. Cuando hablaba
de Rafaelito sus ojos se llenaban de lágrimas, pero nos decía que tuviéramos la
certeza, de que el cuerpo muere mas nunca el alma.
Ya
para irnos a dormir, me quedaba pensando y en mi interior le pedía perdón a
Rafaelito por haberme comido algunos de sus dulces.
Autor:
Ana Rosa Ortiz
Xicotepec
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