La primavera ha iniciado, los pájaros cantan
anunciando el amanecer, Clarisa despierta al sentir los rayos del sol en su rostro, así que se levanta y decide
ir a un día de campo sin rumbo
fijo. Se prepara unas tortas, se pone unos jeans busca su sombrero y en un
morral coloca su lunch. Cerca de
su casa existe una terminal de
micros que recorren las colonias más marginadas de la ciudad, toma la que la
lleva a una colonia muy humilde. En el trayecto va viendo a su alrededor
admirando los arboles, la gente caminando, los niños apenas vestidos con los
mocos de fuera, las niñas con los cabellos desalineados, uno que otro anciano
sentado en las afueras de su casa algunos de ellos cuando jóvenes han de haber sido bien parecidos, una
que otra mula con su carga de maíz y su arriero montado en ella, las jóvenes,
no importando el lugar, glamorosas con el ojo y labios pintados, sus aretes
largos; sí el trayecto era satisfactorio. En eso la micro llega a su destino y
Clarisa baja dispuesta a caminar y disfrutar su día, tomando cualquier calle,
una de ellas la lleva a una casa vieja, de las más antiguas que haya conocido,
sus muros de piedra ya percudidos por el tiempo, las ventanas pequeñas de
madera, la puerta de entrada igual, en las afueras una banca hecha con una tabla
apoyada en 2 piedras, la cerca de puros rosales. Intrigada toca y sale una
anciana con su cabeza blanca, su mandil remendado, con paso lento abre la
puerta. Clarisa la saluda y le pide permiso para entrar en ella y conocerla, la
anciana accede y la invita a sentarse en un banco de madera, la pobre mujer se
asombra de la visita de la desconocida, pidiendo un vaso de agua para
refrescarse, Juana (que así se llama la anciana) se lo da en un pocillo todo
despostillado. Sacado el vital líquido de la olla de barro le sabe a Clarisa
riquísimo, Juana le pregunta el porqué de su visita y ella le responde de
inmediato: vengo de la ciudad pero al despertar y escuchar el canto de los
pájaros y ver los rayos del sol en mi rostro decidí salir a disfrutar los
alrededores y llegue aquí. En mi caminar me admiré al ver la casa vieja, por
eso estoy aquí con usted. La anciana jala su silla y un canasto lleno de
mazorca, y se dispone a charlar, mientras lo hace desgrana su maíz acercándose
a ella sus gallinas, Clarisa le pregunta a Juana ¿De qué vive?, ¿Quién la
cuida?, ¿Cómo es posible que viva sola a su edad? Juana riéndose luce sus 3
dientes. Inicia una charla tan amena contando en ella un poco de su historia y
él porque vive sola. Llama a
Clarisa niña.
—Mira, en esta casa vieja nací y he vivido toda la
vida. Mis padres la construyeron con mucho sacrificio ya que era de las
primeras casas de ese tiempo, mi madre enfermó muy joven y murió dejándome a
cargo con mi padre y 2 hermanos que al crecer se casaron y se fueron, olvidándose
de nosotros. Mi padre no volvió a casarse y me quedé con él a cuidarlo y darle
todo mi amor de hija y sin darme cuenta dejé pasar la vida haciéndome vieja
como las paredes de esta casa. Vivo de mis gallinas, vendo los blanquillos y
cuando se enculecan, preparo unos cuantos de sus blanquillos para después
hacerme de más pollitos; también me gusta bordar y siempre tengo algo que hacer
y vender, Clarisa no sintió como pasó el tiempo olvidándose de comer así que
saca sus tortas y las comparte con la anciana, que acepta gustosa comiendo
lento ya que con sus pocos dientes le costaba trabajo. Juana toma una gallina y
se la regala a la joven que no
quiere aceptarla, viéndose obligada a hacerlo.
La charla ha sido tan amena
que Clarisa promete regresar con la anciana así que toma su gallina retirándose
hacia el autobús.
Los días han pasado tan rápido, ya son 15 de la
visita de Clarisa, así que ese día
domingo decide ir a visitarla llevando con ella un poco de despensa y un
chal para su nueva amiga deseando
que se lo acepte. Toma su micro y al llegar, inicia su caminata a la colonia de Juana y para su
sorpresa ve mucha gente afuera y al
mirar hacia dentro ve un ataúd entre cuatro velas.
La anciana ha muerto.
Acongojada pregunta qué pasó y los vecinos responden, Fue de repente y sólo
alcanzó a decir unas cuantas palabras, “mis bordados son para mi amiga Clarisa,
que un día llegó inesperadamente regalándome un poco de sus juventud haciendo
de mí ese día muy feliz.
A Clarisa se le llenan los
ojos de lágrimas. Acercándose al féretro lo abre y cubre a Juana con el chal
que la acompañaría siempre dándole el calor que en su tiempo le fue negado.
Para la joven fue un duro golpe, y se prometía
a sí misma: recorreré en mis tiempos libres las colonias más pobres de la
ciudad y ayudaré a cuanta gente de edad regalándoles un poco de compañía y a
hacer más amena su soledad, pero sobre todo aprenderé de ellos que son dignos
de escuchar y aprender de ellos por su experiencia en la vida y a valorar a
todo anciano que vuelve a ser niño, valorándolos cada día más, y observar cada
casa vieja y lo que transmite ella, en honor a su querida amiga Juana.
Autor: Ana Rosa Ortiz
Xicotepec
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