miércoles, 20 de junio de 2012

Un mundo sin gente 9: En la alturas



Me subo a la azotea con reserva, pues la escalera de madera se encuentra en condiciones deterioras; con la máxima prudencia que pueden tener mis pies me elevo por la superficie de cada escalón, haciendo nulo caso al rechinido de la madera apolillada y soldada con retazos de clavos oxidados, es ahí cuando vienen a mi mente las palabras “no tienes que ver toda la escalera, sólo da el primer paso”. Es como una plegaria silenciosa, al llegar a la meta que es el techo de la casa, no puedo más que sentir agradecimiento de no haberme caído o tropezado, me agarro firme de unas varillas que utilizo como cuerda para impulsarme sobre el techo.

Miro el panorama: es tarde y el sol seguramente se está yendo a regalar sus cariños al Oriente, dando su fraternal calor a quien lo reciba, esté es uno de mis espacios preferidos y él lo sabe (tengo una teoría, donde pienso que cada espacio guarda cierta energía y vibración). He reído aquí, llorado a solas, aquí me reúno con el Supremo, porque tengo la idea de que está más cerca de mí. Las nubes se están despejando y dejan ver ese hermoso cielo casi en el umbral de su atardecer, hoy es azul, pero luego anda de artista y se empieza a pintar desde el  gris tímido, hasta el anaranjado y rosa más llamativos, cada tono guarda su hermosura.

El sitio me recibe armoniosamente, camino descalza sintiendo el pavimento rojo del piso, aún tibio por los rayos solares, hecho un vistazo al panorama que encuentro: ¡fascinante! Me recuesto, buscando la sombra del arcaico Mesquite y me tumbo acostada de frente, para poder ver el cielo y el nacimiento de la noche, que se encuentra preparada y lista para salir con su mejor vestido de gala.

Me gusta estar sola, y estando sola físicamente me siento acompañada por todo lo que me rodea, los techos de las demás casitas que parecen estar usando sombreros, con antenas torcidas de metal; las copas de algunos árboles, que se mueven con el danzar del aire y por supuesto ¡el aire!, ese ruidoso amigo que pasa rosándome el rostro como señal de saludo, que sale y entra de mí regalándome savia, a través del oxigeno que recorre todo el cuerpo, es maravilloso sentir esto, inhalo y exhalo, consciente de que al hacerlo estoy  afirmando la vida.

Escucho su música, a veces un fuerte silbido, otras casi en susurro como no queriendo ser notado; discretamente juega con las flores de alguno que otro árbol, ese viento travieso. Observo como el cielo empieza a transformar  matices de azul, es como ver una lámpara que va cambiando de tonalidades, a excepción de que ésta es natural, empiezan a salir las estrellas como pulguitas juguetonas se posicionan inteligentemente en su lugar ¡me sigue sorprendiendo su orden y estructura!

La noche ha llegado, hasta la amada luna, con su esplendor y su aura dorada, llego, es luna llena; se ve tan bella, grande, luminosa, tan lejana, tan cercana…divina. Me gusta hablar con ella, le hablo de mis amores, ideas y otras cosas; pacientemente me escucha sin moverse, sin juzgar, sencillamente escucha. A veces juego con ella, le busco caras, figuras o intento descifrar sus mensajes, pero es muy discreta. Cuando me canso del juego y termino el soliloquio, me quedo callada, trato de no navegar en pensamientos infructuosos, trato de ser luna, callada: “Ser” y no hacer. Lo logro por la fracción de un momento.

Me siento conectada con el Todo; ya no soy imagen, ni nombre, únicamente Soy. Lo que observo y la que observa es lo mismo: paisaje; salgo de ese trance y vuelvo al tiempo y al espacio. Me estiro y me voy parando poco a poco, porque siento un recorrido de hormigueos, un calambre; y nuevamente comienza el caminar y la plegaria silenciosa, para bajar de la escalera.

Claudia Ramirez Martínez
Biblioteca Profr. Joaquín Paredes Colín
Tehuacán Puebla. 

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