Me subo a la azotea con reserva,
pues la escalera de madera se encuentra en condiciones deterioras; con la
máxima prudencia que pueden tener mis pies me elevo por la superficie de cada
escalón, haciendo nulo caso al rechinido de la madera apolillada y soldada con
retazos de clavos oxidados, es ahí cuando vienen a mi mente las palabras “no
tienes que ver toda la escalera, sólo da el primer paso”. Es como una plegaria
silenciosa, al llegar a la meta que es el techo de la casa, no puedo más que
sentir agradecimiento de no haberme caído o tropezado, me agarro firme de unas
varillas que utilizo como cuerda para impulsarme sobre el techo.
Miro el panorama:
es tarde y el sol seguramente se está yendo a regalar sus cariños al Oriente,
dando su fraternal calor a quien lo reciba, esté es uno de mis espacios
preferidos y él lo sabe (tengo una teoría, donde pienso que cada espacio guarda
cierta energía y vibración). He reído aquí, llorado a solas, aquí me reúno con
el Supremo, porque tengo la idea de que está más cerca de mí. Las nubes se
están despejando y dejan ver ese hermoso cielo casi en el umbral de su atardecer,
hoy es azul, pero luego anda de artista y se empieza a pintar desde el gris tímido, hasta el anaranjado y rosa
más llamativos, cada tono guarda su hermosura.
El sitio me
recibe armoniosamente, camino descalza sintiendo el pavimento rojo del piso,
aún tibio por los rayos solares, hecho un vistazo al panorama que encuentro:
¡fascinante! Me recuesto, buscando la sombra del arcaico Mesquite y me tumbo
acostada de frente, para poder ver el cielo y el nacimiento de la noche, que se
encuentra preparada y lista para salir con su mejor vestido de gala.
Me gusta estar
sola, y estando sola físicamente me siento acompañada por todo lo que me rodea,
los techos de las demás casitas que parecen estar usando sombreros, con antenas
torcidas de metal; las copas de algunos árboles, que se mueven con el danzar
del aire y por supuesto ¡el aire!, ese ruidoso amigo que pasa rosándome el
rostro como señal de saludo, que sale y entra de mí regalándome savia, a través
del oxigeno que recorre todo el cuerpo, es maravilloso sentir esto, inhalo y
exhalo, consciente de que al hacerlo estoy afirmando la vida.
Escucho su
música, a veces un fuerte silbido, otras casi en susurro como no queriendo ser
notado; discretamente juega con las flores de alguno que otro árbol, ese viento
travieso. Observo como el cielo empieza a transformar matices de azul, es como ver una lámpara que va cambiando de
tonalidades, a excepción de que ésta es natural, empiezan a salir las estrellas
como pulguitas juguetonas se posicionan inteligentemente en su lugar ¡me sigue
sorprendiendo su orden y estructura!
La noche ha
llegado, hasta la amada luna, con su esplendor y su aura dorada, llego, es luna
llena; se ve tan bella, grande, luminosa, tan lejana, tan cercana…divina. Me
gusta hablar con ella, le hablo de mis amores, ideas y otras cosas; pacientemente
me escucha sin moverse, sin juzgar, sencillamente escucha. A veces juego con
ella, le busco caras, figuras o intento descifrar sus mensajes, pero es muy
discreta. Cuando me canso del juego y termino el soliloquio, me quedo callada,
trato de no navegar en pensamientos infructuosos, trato de ser luna, callada:
“Ser” y no hacer. Lo logro por la fracción de un momento.
Me
siento conectada con el Todo; ya no soy imagen, ni nombre, únicamente Soy. Lo
que observo y la que observa es lo mismo: paisaje; salgo de ese trance y vuelvo
al tiempo y al espacio. Me estiro y me voy parando poco a poco, porque siento
un recorrido de hormigueos, un calambre; y nuevamente comienza el caminar y la
plegaria silenciosa, para bajar de la escalera.
Claudia Ramirez Martínez
Biblioteca Profr. Joaquín Paredes Colín
Tehuacán Puebla.
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