lunes, 7 de mayo de 2012

Escribe tu final 10:EL PRINCIPE FELIz






En lo más alto de la ciudad alzábase sobre un pedestal la estatua del Príncipe Feliz.
Toda ella estaba cubierta de madreselva de oro fino. En lugar de ojos tenía dos rutilantes zafiros y un gran rubí escarlata refulgía en el puño de su espada.
Por eso era muy admirada.
– Es tan bella como una veleta – observó uno de los concejales, que deseaba granjearse fama de experto en arte.
Y, temiendo pasar por un hombre poco práctico añadió:
 Aunque no es tan útil
                     Y, realmente no lo era.
 ¿Por qué no eres como el príncipe feliz? –Preguntaba una madre sensitiva a su hijito que quería la luna–. El Príncipe Feliz no hubiera pedido nunca nada a gritos.
 Me satisface saber que hay alguien en el mundo completamente feliz– murmuró un hombre fracasado, contemplando la maravillosa estatua.
 En verdad, parece un ángel – dijeron los pequeños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas rojas y sus lindas chaquetas blancas.
 ¿En qué lo notaís? –replicó el profesor de Matemáticas– ¿Si no  habeís visto nunca ninguno? ¡Oh! Lo hemos visto en sueños– contestaron los niños.
Y el profesor de Matemáticas frunció el entrecejo, adoptando un aire de severidad porque no podía aprobar que unas criaturas se permitieran soñar.
                   Una noche, una golondrina voló velozmente hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían marchado sus compañeras a Egipto; pero ella se quedó rezagada. Estaba locamente enamorada del más hermoso de los juncos. Lo vio iniciarse la primavera, mientras revoloteaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla oro; y su esbelto talle la sedujo hasta el punto que se posó para hablarle.
 Te amaré –decidió la golondrina, que no se andaba nunca con ambages.
El junco hizo una profunda reverencia. Entonces, la golondrina voló a su alrededor, rozando el agua con sus alas y dejando estelas plateadas. Era su manera de hacer la corte, y sí fue pasando el estío.
 Es un absurdo enamoramiento – chirriaban las otras golondrinas-. Ese junco es un pobretón con demasiada familia.
El río estaba, en efecto, poblado todo de juncos. Al llegar el otoño, todas las golondrinas alzaron el  vuelo. Una vez partidas sus compañeras se sintió muy sola y empezó a cansarse de su amante.
 Ni siquiera sabe hablar –  decíase ella -. Temo, además que sea infiel porque flirtea sin cesar con la brisa.
Realmente, siempre que soplaba la brisa, aquel junco multiplicaba sus más gentiles saludos.
 Por lo que veo, es muy casero – murmuraba la golondrina-; a mí me encantan los viajes, y por tanto, al que me ame debe gustarle viajar conmigo.
 ¿Quieres venir conmigo? – le preguntó finalmente la golondrina al junco.
Pero éste se negó moviendo su cabeza, estaba demasiado arraigado a su hogar.
 ¡Te has estado burlando de mí! – Le chilló la golondrina-. Así es que me voy a las pirámides. ¡Adiós!
Y la golondrina emprendió el vuelo. Voló durante todo el día y al anochecer llegó a la ciudad.
 ¿Dónde encontraré un cobijo? – se preguntó -. Espero que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Y entonces vio la estatua sobre su pedestal.
 Me refugiaré ahí – gritó -. Es un sitio bonito muy  ventilado.
Y se posó justamente entre los pies del Príncipe Feliz.
 Tengo un salón dorado– musitó mirando a su alrededor. Y se dispuso a dormir. Pero al ir a meter su cabeza debajo del ala le cayó encima una  gruesa gota de agua.
 ¡Es curioso! – exclamó -. El cielo está completamente despejado, y las estrellas brillan con toda claridad. ¡Y está lloviendo, sin embargo! El clima del norte en Europa es realmente muy extraño. Recuerdo que al junco le encantaba la lluvia, pero en él era puro egoísmo.
Y entonces le cayó una nueva gota.
 ¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia?– dijo la golondrina-. Buscaré una nueva caperuza de chimenea.
Y se disponía a volver más allá cuando, al abrir sus alas, le cayó una tercera gota. La golondrina miró entonces hacia arriba, y vio… ¡Ah, lo que vio!.. Los ojos del Príncipe Feliz estaban anegados de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas de oro. Su rostro parecía tan bello bajo la luz de la luna, que la golondrina se sintió acongojada de piedad.
 ¿Quién sois? – le preguntó
 Soy el Príncipe Feliz.
 ¿Por qué lloráis, entonces?– Volvió a preguntar la golondrina-. Me habéis empapado casi.
                Cuando vivía yo y palpitaba en mí un corazón de hombre –replicó la estatua-, ignoraba lo que era el llanto, porque residía en el Palacio de la Despreocupación, donde le está prohibida la entrada a la Pena. De día jugaba yo con mis compañeros en el jardín, y de noche bailaba en el amplio vestíbulo. En torno a ese jardín se levantaba un muro altísimo, pero no me preocupó nunca  lo que había detrás de él, pues todo cuanto me rodeaba era maravilloso. Mis súbditos me llamaban el Príncipe Feliz, y en verdad yo lo era, si el placer constituye la felicidad. Así viví y así dejé de existir, y ahora que estoy muerto, me han elevado tanto, que puedo contemplar todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad. Y aun siendo de plomo mi corazón, no me queda otro remedio que llorar.
            ¡Cómo! ¿No es de oro ley?, se dijo la golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta a nadie.
            Allí abajo– continuó la estatua con voz baja y musical-, en una calleja, hay una pobre vivienda. Está abierta una de sus ventanas, y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su cara está enflaquecida y ajada, y sus manos tumefactas y rojas, llena de pinchazos de aguja, porque es costurera, borda pasionarias sobre un vestido de seda que lucirá en el próximo baile de la Corte la más bellas camareras de la reina. Allí, en un rincón del cuarto yace sobre un camastro su hijito enfermo. Tiene mucha fiebre y pide naranjas; su madre no tiene para darle más que el agua del río. Por eso está llorando. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no querrás llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal y no puedo moverme.
            Me esperan ye en Egipto– respondió la golondrina– Mis compañeras vuelan de un lado para el otro sobre el Nilo y conversan con los esbeltos lotos. Pronto irán a dormir a la tumba del Gran Rey, que está allí en su féretro de madera, vendado con un lienzo amarillo, y embalsamado con sustancias aromáticas. Lleva un collar de jade verde pálido en torno a su cuello y sus manos parecen hojas secas.
             Golondrina, golondrina, golondrinita – repitió el Príncipe -. ¿No querrás quedarte conmigo una noche y ser mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y está tan triste la madre!

               Lo siento querido Príncipe, ésta vez no podrá ser, el invierno se acerca y si me quedo moriré de frío– dijo la golondrina. Y sin decir más, se alejó.
Al otro día,  llegó a los pies de la estatua una pequeña ardilla que solía pasar a menudo a buscar castañas, pues en día de plaza, los comerciantes solían dejar unas cuantas.
  Ardilla, ardillita– dijo el Príncipe – ¿Podrás subir hasta mi hombro? Tengo que pedirte un favor.
La ardilla accedió a subir y el Príncipe, aún con lágrimas en los ojos pidió lo mismo a la ardilla…
                  Pero, Príncipe –dijo la ardilla –si hago lo que me pides, demoraré mucho, y cuando regrese, ya no habrá castañas que recoger, y también yo, tengo que darle de comer a mis hijitos, lo siento, al menos por hoy no podré ayudarte, pues tú sabes que tendré que esperar una semana más para conseguir comida-.Y de inmediato bajó a la plaza y se perdió entre la multitud.
Al poco rato pasó por allí un ratoncito que jugaba y jugaba alrededor de la estatua sin otro motivo en particular.
               Este amigo, si podrá ayudarme– pensó el Príncipe – es ágil, veloz, y no parece tener mayor preocupación, no creo que tenga hijitos que lo esperen con alimento
Entonces el Príncipe comenzó a llamarle
  ¡Oye!,  ¡amigo! –exclamó el Príncipe
El ratón con expresión de extrañeza comenzó a mirar a todas partes.
  ¡Sí, a ti te hablo! Amigo ratón – dijo otra vez – ¿podrás ayudarme?
                ¿Y cómo haré eso? –Respondió el ratón – yo soy muy pequeño e insignificante, y tú ¡tan grande y majestuoso! ¿Qué podré hacer por ti?
                ¡Podrías ayudarme a hacer a alguien feliz!, ésta es tu oportunidad de demostrar ¡cuán enorme eres! –dijo el Príncipe y comenzó a relatar todo el sufrimiento que veía en su ciudad, y que él inmóvil no podía aminorar; y solicitándole ayuda preguntó:
                ¿Qué dices amiguito, puedo contar contigo?
             El ratón sin embargo no contestó satisfactoriamente a la petición del Príncipe.
No creo poder ayudarte
Y con extrañeza el Príncipe exclamó:
                Pero, ¿por qué? ¡si tú eres muy ágil y veloz! Y podrías ser una gran ayuda para mí. Al tiempo que te reconocerían la grandeza que llevas dentro – apuntó
              Pero el ratón con un dejo de indiferencia contestó:
                ¡Mira, amigo!, aún con todos tus argumentos sigo pensando que soy muy insignificante, nadie podrá creer que alguien como yo, hiciera tal hazaña; además, si yo tomo el rubí de tu espada, podrían catalogarme como un ladrón, y ¿Quién sabe? A lo mejor hasta prisión podría ir a parar, mejor busca ayuda en otra parte.
             Decepcionado el Príncipe de su respuesta comenzó a preguntarse si alguien sería capaz de ayudarlo.
Así pasaron varios días, y cada animalito en el que el Príncipe veía un prospecto a ayudarlo, tenía una cosa mejor que hacer; unos, alguna ocupación que les impedía ser sus mensajeros, otros más pensaban que estaba loco, y otros tantos se mostraban indiferentes. El Príncipe angustiado por eso, sólo podía observar el paso de los días sin conseguir ayuda.
Cierto día, llegó hasta los pies de la estatua, un viejo pastor alemán, que cansado, se echó a su sombra. E Príncipe, pensando que esta vez sí obtendría una buena respuesta, dijo año viejo perro:
                ¡Oye, amigo! Yo sé que tú has vivido mucho tiempo en esta ciudad, que has visto como sufre la mayoría de la gente; yo creo que a ti también te ha conmovido todo esto, y realmente ¡eres mi última esperanza!, pues parece que nadie quiere hacerlo, ¿qué dices? ¿Me ayudarías a llevar un poco de ayuda a esta gente humilde?
El viejo pastor, cansado y un tanto torpe volteó a verlo, y con un gesto un tanto compasivo, exclamó: – ¡Mira viejo amigo! Bien dices, yo he vivido aquí muchos años, y conozco tu historia: sé que en vida despilfarraste hasta el último centavo sin importarte el sufrimiento que pudiera haber fuera de los muros de tu castillo, y, ahora que estás inmóvil no lo puedes remediar.
Yo sin embargo, nací en la calle, tuve una infancia con carencias; iba de casa en casa sobreviviendo con las migajas que me obsequiaban, hasta que alguien me adoptó: era una pequeña niña pobre, que trabajaba duramente al lado de sus padres para sobrevivir, allí, conocí el valor del amor, la unidad de la familia por sobre todo, y a pesar de sus carencias, éramos muy felices. Yo correspondí a todo esto con cariño, con lealtad y siendo un gran guardián siempre preocupado en proteger a mis amos, y, déjame decir que a pesar de las circunstancias no necesitamos más. ¿Comprendes ahora que el dinero no hace la felicidad?
Tú sólo has visto una parte de esta realidad, yo veo otra.
“La vida es una y hay que vivirla intensamente” y no desperdiciar el tiempo en cosas vanas, sino en ser realmente feliz con lo que tienes y superarte día con día, quizá pienses que regalando un rubí, un zafiro, o incluso una hoja de oro de tu recubrimiento hará la felicidad de la gente y no es así querido amigo. Tú pudiste hacer mucho más por ellos y ahora no te queda más que ver de lejos lo que está pasando “las cosas buenas hay que hacerlas en vida” no cuando el arrepentimiento toca tu corazón ¿Entiendes, pues, todo lo que te digo?
                Tienes toda la razón– expresó el Príncipe – en mi afán de sanar mis culpas, me he quedado solo en lo material, ahora entiendo que debí ser mejor cuando vivía. Me has dado una gran lección viejo amigo.
Y con paso lento, el perro asintiendo la cabeza se fue
El príncipe con un dejo de tristeza sólo lo vio alejarse.
Hoy en día, aún se puede observar la estatua de un Príncipe que algún día fue Feliz y ¿Quién sabe? A lo mejor si observas con cuidado quizá puedas lograr ver alguna lágrima sobre su rostro.


Titulo: El Príncipe Feliz
Autor: Oscar Wilde
Editorial: Salvat
Clasificación: 808.83

Final De Cuento Escrito  Por: Alma Nora Bello Damián
39 Años
Biblioteca Pública Municipal “Prof. Joaquín Paredes Colín”
Tehuacán, Pue.

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